Por Diego Vartabedian.
Egresado de AstroHología 2019
Había una vez la noche que duró hasta el alba
Cuando era chico me contaban historias a la hora de dormir. Si bien contar historias rememora a la infancia, el contar remite a la tradición oral, tradición que vive a través de los relatos. Contar pone en común relaciones, convoca a pasados y propone proyectos. Aquello que me sucedía de chico para conciliar el sueño, pasó a transformarse en lectura que hago a los grandes para la hora de sus partidas; partir de un sitio que incomoda (y para ello cuento con la astrología) o partir hacia dimensiones nuevas, lo cual implica distinguir una vida amplificada que permita sentir a los hombres y las mujeres, más libertad que sometimiento.
Leerle a alguien mayor de edad, no necesariamente tiene que ser porque la muerte le pisa los talones, puede ser incluso por la pérdida de vista del anciano. Este intercambio en el ciclo de la vida, en donde al principio un mayor le leía a un niño y ahora un adulto le lee a otro adulto mayor, cierra el círculo de historias del que empezó escuchando historias en su hora infante; historias de hadas y duendes, de espíritus y fábulas, pero de adulto sabe que no se trata de repetir la instancia de los cuentos infantiles como reteniendo una época, sino de sacar de ese brío aquello que luego vuelve, pero como lazo de superación ante una creencia que limita a los grandes cuando se posan frente a la culminación de lo mundano. No predominarían en esta etapa historias de fantasías, sino que se propalarían registros de astros que influyen y mitologías que orientan a lo humano; cuando lo humano supera toda definición que una construcción cultural esboza para un devenir biológico.
Si de niños nos leían para sacarnos de la oscuridad presumida, de grandes la lectura vuelve para aproximar, a quien escucha, hacia la luz inminente. Si de niños nos leían los progenitores venciendo nuestros miedos nocturnos, de grande se orienta al anciano en dirección hacia sus ancestros luminosos allanando los miedos primarios que acarree.
Las cartas astrológicas parecen incluso decir: si de niños la Luna nos contenía, a los ancianos los planetas transpersonales los recogen. Los recogen como un rayo que aviva e ilumina ciertas zonas agrestes, como un fluido de pertenencia que aventura a quien se encalla en el extrañamiento, como una revitalización, porque ni bien el gemido cesa, le sigue el despabilarse como resurgimiento. Dicho de otro modo, a todo lo que existe en la Tierra una vez que ha partido la Luna, registra con asombro la aurora.
Leerle cartas a alguien, en este caso, cartas astrales, no significa hacer una lectura unívoca. Cartas astrales es una conversación de a dos. Somos dos que no estamos enfrentados, sino que ambos estamos frente a símbolos planetarios. Símbolos que están dispuestos para otro en principio, pero que a su vez algo de información traen también para el astrólogo, ya sea para reconstruirse o bien para afirmarse; ya sea para saber que está dando un servicio o bien para anoticiar que debe servirse de nuevos amores para no perderse en el intento de lo que registra. Por lo que no estamos ante un juego de cartas que nos enfrenta en competencia, pero sí necesitamos de competencias varias para no perdernos en la navegación de ese cielo desplegado. Sí necesitamos de ánimo para adentrarnos a ese espacio de simbología y cosmos. Ese espacio que se ha detenido solo un rato sobre papeles de ruta astrales con el solo fin de que podamos apreciar la belleza evocada. Belleza, que abre para el consultante un paisaje donde tiene derecho a la vida y al movimiento en la vida, porque se le ha dado un nombre en la Tierra como deseo de padre o madre, pero también se le ha dado una carta en el cielo como invitándolo a recorrer la espina dorsal de un universo que es creador por función y que tiene los rasgos del espíritu como forma vital.
Una constelación para los equidnas
El viaje astrológico reconoce lo que el cosmos anuda en el planeta y anuncia que todo está interconectado de manera vívida. Polvo de estrellas está rociando las aceras urbanas rendidas a maquinarias, rutinas y obligaciones. La astrología compensa a las máquinas con los organismos, las rutinas con las ceremonias, a las obligaciones con las responsabilidades.
La astrología lejos de pronunciarse en un cielo clausurado, expande a quien la recibe con la distribución de su riqueza, ya que incluye el movimiento de apropiación como un don de la creación, lo cual es bastante distinto a aseverar un destino determinado. Dicho de otro modo, que haya influencias planetarias proporciona un margen de energías disponibles, no posesiones irrefrenables. Ver esas fuerzas que operan, no significa deducir que nos subyugan, sino que nos orientan. Así como cumplimos con funciones laborales somos vehículos de fuerzas que siguen sus lógicas reproductivas en sus combinaciones, pero pueden volverse recreativas en sus derivaciones. Ante esas fuerzas podemos ser sujetos sobredeterminados, inmersos en un orden repetitivo, o volvernos partícipes de la sinfonía de las fuerzas que impulsan la vida. De allí que, somos seres independientes, pero indefectiblemente, inclinados hacia el intercambio.
En estos últimos años el paradigma de lectura astrológica ha cambiado, se ha vuelto más abierta la manera de realizar la lectura. No podría ser de otro modo, ya no se puede decir muerte sin pensar en transformación, o vínculo con el otro sin descartar la crisis de sí mismo. Aún más, desde la mirada de la astrología moderna, no pareciera tan valioso cerrar de modo definitivo el sentido de un encuentro, porque eso sería más propio del cuerpo humano que del código astrológico, porque el potencial de los astros es tal, que arrogarse un sentido sería influir o bien detener el influjo de los astros ¿acaso es posible a esta altura del intercambio detener a los planetas que tienen tanto para dar? Mejor saber que sí puede resultar atosigante para el hombre o la mujer, sino se recuerdan los límites humanos, solo de allí llega la mesura para un crecimiento estable… y esto también los astros nos lo recuerdan.
Todo sea por sentir la danza cósmica cómo replica en nuestros pies, luego aceptamos que no somos bailarines solitarios a la luz de las influencias que nos convocan, y pese a que eso pareciera que atenta a nuestro libre arbitrio, no quiere decir que estemos excluidos de la creación que propicia su orquesta. Aun sintiéndonos expulsados en la distancia, nuestra comunidad en la Tierra ejecuta la pieza que le corresponde dentro del concierto cósmico. En definitiva, la representación solista de nuestro desarrollo persiste con una base de fondo que la sostiene y sirve.